El peor recibimiento

València, 20/05/2024.- Recuerdo que la última vez que aterricé en el aeropuerto de El Alto, en La Paz, no podíamos salir del recinto porque estaba totalmente rodeado por un cordón policial que impedía el paso a manifestantes contra Evo Morales que, a su vez, envolvían la instalación. Minutos antes de que pusiera un pie, en las salas que sirven de lugar de despedida y bienvenida había habido mamporros, gritos y mucha tensión que todavía embadurnaba el ambiente. O quizás era la granizada de la que permanecían restos en las jardineras exteriores.

Aquello lo recuerdo como el peor recibimiento de mi vida; de noche, en un ambiente hostil, solo, con la incertidumbre de cómo llegar al centro de la ciudad y sin cobertura en el móvil. Hasta que hace unos días mi abuela lo superó. La vida está llena de recibimientos. De normal, nos solemos acordar de los buenos porque rara vez, salvo que seas futbolista del Real Madrid o un político con cierta relevancia, a uno le esperan para expresarle su descontento de buenas a primeras.

Si hay quejas o algún elemento negativo suelen llegar tras un periodo de cortesía, breve, porque hasta los reproches requieren su calentamiento, de un cierto preámbulo. Hasta las frases que están cargadas de tensión y que sirven de preludio, por mucho que hayan acumulado la energía para ser soltada luego, suelen tener cierto barniz educado, quizás para no desaprovechar toda esa descarga en una única ráfaga cuando el aludido todavía no ha tomado posición para recibir el impacto. Mi abuela no.

Mi abuela Marina superó cualquier recibimiento negativo que haya tenido en mi vida. Solo una entrada en un lugar donde me golpeen la cara de primeras podría superarle. Fue un día normal, pongamos un martes, o un miércoles, quizás jueves, es irrelevante. Giré la llave como siempre, anuncié mi llegada como siempre, crucé el recibidor como siempre y al entrar en el salón, mi abuela se echó a llorar desconsolada. No medió palabra alguna, simplemente rompió a llorar con todos los pucheros posibles en la escenografía.

Quizás haya quien esté acostumbrado a que le lloren nada más verle. De ahí que el llanto de mi abuela como recibimiento lo guarde como el peor que he vivido hasta ahora. Y sé que su intención no fue mala, ni mucho menos. Seguramente al verme se acordó de algo, o pensó en algo, o quizás soñó que yo o alguien con quien me confundió había muerto. Quizás, mi abuelo. Quizás, yo mismo. A saber. Pero por un momento mi abuela me elevó a la categoría de verdugo o de famoso que desate pasiones, las únicas dos figuras con las que se llora nada más verlas.

Deja un comentario